lunes, 28 de mayo de 2007

Cuentos y Cuentistas : El Arte de la Parábola

Bartolomé Leal, desde Santiago
Según la Wikipedia, la voz parábola (del latín parabola, que a su vez viene del griego parabolh que significa comparación) designa una forma literaria narrativa de la cual, por analogía o semejanza, deriva una enseñanza sobre un tema que no es el explícito. Normalmente la parábola es un relato breve, sustentado en la comparación con alguna experiencia de la vida, cuyo fin es enseñar una verdad espiritual o moral. Se distingue de la fábula (con animales) y de la alegoría (conceptos personificados), porque se basa en un suceso o una observación real, o al menos verosímil.
El protagonista de los “Evangelios”, Jesús de Nazareth, un mago y predicador judío que se autoproclamó hijo de Dios y por ello le pusieron el mote de Cristo (el ungido), utilizaba con frecuencia parábolas para enseñar sus verdades en una forma que estuviese al alcance de todos. Tal enseñanza contrastaba, por su sencillez y sus imágenes, con el estilo complejo de los antiguos filósofos. Los doctores judíos también utilizaban parábolas, pero el nazareno las llevó a la perfección según sus exégetas. Se supone que tales parábolas sirven para todos en todos los tiempos.
El Cristo, después de predicar al pueblo en parábolas, continuaba en privado enseñando a los discípulos de su secta. Así los adoctrinaba para después encargarles divulgar esas verdades. Cuando los discípulos le preguntaron por que enseñaba con parábolas, Jesús les respondió: «Porque a vosotros es concedido saber los misterios del reino de los cielos; más a ellos no es concedido. Porque a cualquiera que tiene, se le dará, y tendrá más; pero al que no tiene, aún lo que tiene le será quitado. Por eso les hablo por parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden. De manera que se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: De oído, oiréis, y no entenderéis; y viendo, veréis, y no miraréis.» Mateo 13,11-14 (versión castellana de Cipriano de Valera, 1569).
Tal explicación es tan oscura y hermética como las propias parábolas, que pueden ser materia de interpretaciones múltiples. Los “Evangelios” de Mateo y Lucas contienen la mayoría de las parábolas del Cristo, el de Marcos sólo cuatro y el de Juan ninguna. Yo me inventé un tipo inédito, las parábolas muslimes, que apuntan a mostrar, también confusamente, las formas cotidianas que adquiere la intolerancia por influjo de las religiones.
PARÁBOLAS MUSLIMES Doctorado Nos hicimos amigos en la Universidad de París, donde estudiábamos el doctorado; él era un dandy, atildado en el vestir y cuidadoso en el hablar. Argelino residente en Francia. No bebía alcohol ni se iba de juerga. Vivía en Montrouge, un suburbio de clase media. Casado con francesa, una rubia teñida y pálida, secretaria de una empresa. Mi camarada quería trabajar en la administración pública, integrarse a la sociedad que lo acogía. Tenía un hijo de cuatro años, me contó, en una oportunidad que abordó temas cotidianos. “¿Cómo se llama el niño?” le pregunté, por puro formulismo. “Le puse Muhammad”, me dijo solemnemente… Me gustaría saber si, a estas alturas, el retoño de mi amigo habrá cambiado de nombre, o estará poniendo bombas, o aullando desde un minarete. Porque, como verseó Borges, glosando a Platón, el nombre es arquetipo de la cosa.
El sabor de la cerveza Sundiata Cissé era de Mali, un negro alto, lustroso y divertido. Consolidamos amistad en Nairobi, por nuestra común habla francesa. Ambos éramos solteros, trabajábamos en la mismo institución aunque en áreas diferentes. La primera vez que salimos de juerga le hice el elogio de la cerveza kenyana. “No gracias”, me dijo con su bello acento africano occidental, “soy musulmán devoto, no conozco el sabor de la cerveza”. Era bien cariñoso. Yo me dejaba tocar al principio, pero de pronto me pareció demasiado. “No soy homosexual, amigo”, me vi obligado a decirle. “Yo tampoco”, respondió riéndose, “pero podemos hacer el amor. Vamos”, insistió, “lo tengo pequeñito”… Me reí. Nos reímos. No hay enemigo chico, reza la sabiduría popular.
Lenguas Conocí en Londres a un marroquí genio de las lenguas. Su castellano era impecable, pero aún mejor su catalán. Había estudiado en Barcelona. Y trabajado en China, hablaba el mandarín. En el seminario donde nos amistamos, sorprendió a los delegados del país de Mao, que desfilaron en masa para escucharlo parlotear. Se reventaban de la risa. El día de la recepción oficial, mi amigo no bebió, no bailó, no se divirtió. Tampoco los demás musulmanes del grupo, que habían armado un escándalo por la sospecha de que había cerdo en la comida. Se dedicaron a mirar, con caras lascivas, los meneos de las bellas inglesitas pertenecientes a la organización que nos acogía. Le pregunté a mi amigo porqué no bailaba. Me dijo en castellano: “con perras infieles, jamás”. Mujer, el mundo está amueblado por tus ojos, murmuré, citando a Huidobro.
Bámbola La Mónika Zaror (la k se la puse yo) trabajó como mi asistente cuando era ingeniero de una empresa metalúrgica. Palestina de origen. Morena. Bella figura. Pelo tinto y rizado. Olorosita. Una cara armoniosa, excepto la nariz, sólidamente árabe. Hija de un próspero empresario textil. Papá Zaror le pusimos. Un señor gentil, de piel clara y ojos verdes. Musulmán practicante, oraba a solas, no imponía su fe. Al principio no coticé a su hija, ya que andaba tras otras, rubias todas. A mi familia no le gustaba. Después la fui apreciando. Me besó cuando retornó a su pueblo. Me escribió alguna postal tierna. Luego el silencio. Traté de ubicarla tras largos años, no hubo forma. Mónika se casó, me dijeron. La perdí sin remedio. Consejo a los jóvenes: si llegan a conocer una mora rica, cásense con ella, no la vayan a dejar pasar. Lo lamentarán por el resto de su vida, como yo.
Gira Andábamos en gira técnica por el río Loire en Francia. Un grupo de profesionales norafricanos, africanos subsaharianos, latinoamericanos, caribeños, asiáticos, uno que otro europeo oriental. Había una muchacha argelina y otra tunecina. Sus colegas hombres, los musulmanes norafricanos, no les dirigían palabra. Eran unas mujeres árabes emancipadas, de minifalda, perfume francés y modos atrevidos. Maquilladas. Se avinieron fácilmente con nosotros los latinos. En un rato libre en que paseábamos, sugerí entrar a conocer la catedral de Orleáns, para que vieran lo de Juana de Arco y todo eso. Ninguno de los señores musulmanes quiso hacerlo. Las modernas mujeres tampoco osaron entrar al templo. Nada más fuerte que el temor de Dios.
El sabor de la cerveza 2 Diez años más tarde volví a ver a mi amigo Sundiata Cissé. Seguía en Nairobi, yo había partido a otras tierras. “¿Todavía ignoras el sabor de la cerveza?”, le pregunté. “No, me dijo. La he probado y me gusta bastante”, señaló su barriga como prueba. “Pero sigo fiel al Islam”... Me reí. Nos reímos. “Otra pregunta”, le dije, “¿te siguen gustando los hombres?” Me miró ofendido. “¿De qué hablas?” “Pues por tus insinuaciones de otra época”, repliqué. “Bueno, es que me gustabas tú”, aclaró. “Haber sabido”, retruqué, acariciando su estilizada mano. Se rió a carcajadas, pero no retiró la mano. Le sonreí con ambigua ironía… “Te advierto algo”, me dijo, “no lo tengo tan pequeñito”. Atención: las tácticas de la seducción son infinitas.
Velo Se llamaba Mona y era monísima, la egipcia. Menudita, de pantorrillas poderosas y busto prominente, facciones casi perfectas, la nariz respingada, los ojos verdes y rasgados, el largo pelo negrísimo, la barbilla puntiaguda. Piel dorada oscura. Fantasiosa para vestir. Me había hechizado... Yo me acercaba a hablarle con cualquier pretexto, la invitaba pero me rehuía. Un día la sorprendí en la cafetería de la institución; apenas me vio se paró de su silla y partió apresurada, tapándose la cara con unas cartas que llevaba, usando las hojas como si fueran el velo de las mujeres islámicas. Desde entonces nunca más me permitió mirarle el rostro, se cubría con cualquier papel y permanecía muda e inmóvil. Me miraba de reojo y se reía bajo el improvisado velo. Hasta que un día cualquiera dejó el trabajo; volvió a su país, me imagino. No la puedo olvidar. “En los sueños lo que parece, es”, escribió Graham Greene.

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